La Frase de la Semana

Atrévete a saber

viernes, 14 de octubre de 2016

Zafnat Panea... Una historia de perdón y misericordia



La historia de Zafnat Panea ha fascinado siempre. Vendido por sus hermanos cuando apenas tenía 16 años, esclavo y luego cárcel durante al menos doce años, para salir de allí y convertirse en el segundo hombre más poderoso de la más poderosa nación del siglo XVIII a.C, Zafnat Panea (en egipcio: "Dios habló") es más conocido por su nombre hebreo: José. Su historia es la historia del perdón y la misericordia.

I

Es el año 1857 a.C. Estamos en algún lugar del Imperio Asirio, al norte de lo que es hoy Siria. Allí viven Jacob, su esposa, Raquel, sus criadas y sus hijos (de cuatro mujeres diferentes): Rubén, Simeón, Levi, Judá, lsacar, Dina, Gad, Aser, Dan, Neftalí y José. Once varones y una hembra. El menor de todos es José, el único hijo de su esposa: Raquel. Jacob amaba mucho a José, seguramente por ser el hijo de su vejez.
Un día Jacob decide irse al sur, a la tierra donde había nacido: Canaán. Se puso en marcha con su ganado y toda su familia. En ese momento, José era un niño de brazos. Llegaron a Canaán, específicamente a Hebrón, donde se asentaron.  

Los diez medio hermanos de José lo odiaban. Le tenían envidia. Ellos eran hijos de las sirvientas de Jacob; en cambio, José era hijo de Raquel, la esposa amada. Era tanto el cariño que éste le tenía a José que apenas llegó a la adolescencia le mandó a tejer una túnica de colores con lo cual se distinguía de los demás.

Pasó un tiempo. José tenía 17 años y tuvo un sueño. Se lo contó a sus hermanos.

_ Soñé que estábamos en el campo y atábamos cada uno nuestros manojos de trigo. Pero los manojos de ustedes se doblaban mientras el mío permanecía erguido.

_ ¿Qué estás diciendo? _le respondieron_ ¿Qué nosotros nos arrodillaremos ante ti? ¡Vete! ¡No te queremos junto a nosotros!

Pero aunque ellos no lo amaban, José sí amaba a sus hermanos. Era un muchacho apacible y nunca les echó en cara que él era el hijo de la esposa de Jacob mientras que ellos eran hijos de sus esclavas. Y en su ingenuidad, vino otro día, a contarles otro sueño:

_ Soñé que once estrellas y La Luna y el Sol me hacían reverencias.

También se lo contó a su padre y éste le dijo:

_ ¿Significará eso que tus hermanos, tu madre y yo nos inclinaremos ante ti?

José primero soñó que los manojos de trigo de sus hermanos se inclinaban ante su manojo . Luego soñó que el Sol, La Luna y once estrellas reverenciaban a una estrella central. Su padre y sus hermanos interpretaron aquellos sueños correctamente: Algún día ellos se inclinarían ante José. Por otra parte, el hecho de que José les haya contado esos sueños indica que era un muchacho sin malicia. Otro en su lugar hubiese sabido que esos sueños exacerbarían los celos y la envidia de sus hermanos.

Raquel volvió a dar a luz. Pero lamentablemente murió en el parto. Llamaron al niño Benjamín y entonces Jacob, en su dolor por la muerte de Raquel, comenzó a adorar a ese bebé. Sabía que sería su último hijo. Y se parecía tanto a su madre. Se regocijaba cuando veía a José jugar con su hermanito y sentía que su vida ya estaba completa.

Pero el odio de sus hermanos hacia José crecía cada día más. No soportaban verlo con esa túnica y siempre sentado estudiando o jugando con Benjamín. Un día todos se fueron a pastar las ovejas a un lugar mucho más al norte,  a Dotán, y Jacob mandó a José a ver cómo estaban y que luego les informara. José se puso en marcha. Era un viaje de dos días. Sus hermanos lo vieron venir a lo lejos.

Campos cercanos al pueblo de Dotán en Israel,
el lugar donde los diez medio hermanos de José 
lo vendieron a unos mercaderes que iban a Egipto.
_ Miren, allá viene el soñador -dijo Zabulón. 

_ ¿A qué vendrá? Ojalá alguna lo devorara alguna fiera _dijo Neftalí. 

_ ¿Y si lo matamos?... _dijo Simeón_...  No me miren así. No me digan que no lo han pensado.

_ Cierto, podemos matarlo y decimos que una fiera lo devoró a ver qué será de sus sueños _le contestó Judá. 

_ No, no lo maten, no cometan tal pecado _dijo Rubén_ Metámoslo en ese pozo seco como castigo. Para que se le quite lo soñador y esas ideas raras que tiene de que nosotros nos inclinaremos ante él.

_ Hola hermanos _dijo José cuando llegó_ mi papá me mandó a... 

No lo dejaron terminar de hablar. Los diez lo agarraron, le quitaron la túnica de colores que su padre le había regalado y lo metieron en el pozo.

_ ¡Por favor hermanos sáquenme de aquí! ¿Qué mal les he hecho? _gritaba José desde el fondo del pozo.

_ Voy a traer unas ovejas que se han salido del resto, ya regreso. -Dijo Rubén.

Los otros nueve hermanos se sentaron a comer sin importarles los gritos de José, quien también lloraba. Intentaba salir por sus medios pero no podía. Aunque era un joven de 17 años José era bastante ingenuo. No veía el mal que había en el mundo. Llorando clamaba por su papá y su mamá. Pero en medio de esa soledad sólo sus hermanos podían escucharlo.

Fue entonces cuando pasó cerca una caravana de comerciantes ismaelitas que iba a Egipto.


¿Qué angustia no debe haber pasado José, apenas un muchacho de 17 años, metido, toda la noche en un pozo oscuro?

_ Hermanos, _dijo Judá_ ¿Qué ganamos con matar a José? Vamos a vendérselo a los ismaelitas.

_ Tienes razón _dijo Dan_ ellos seguro que van a Egipto. Más nunca lo volveremos a ver.

Entonces sacaron a José. Tenía los ojos rojos de tanto llorar. Ya sólo les suplicaba con la mirada. Le quitaron su túnica de colores y le ataron las manos. José no podía creer lo que estaba viendo. ¡Sus propios hermanos! Los miró a todos pero ninguno se conmovió y entonces entendió lo que planeaban. Vio venir la caravana y pensó:

"Me van a vender como esclavo. Me van a separar de mis padres. Dios mío, ayúdame".

_ ¿Qué tenemos aquí? _dijo uno de los mercaderes, el que parecía el jefe.

_ Señor, tenemos a este esclavo. Es muy trabajador. Se lo vendemos.

_ ¿Por qué lo venden si es trabajador?

_ Necesitamos el dinero.

_ ¿Cuánto piden por él?

_ Treinta piezas de plata.

_ Es mucho. Les damos 20 y no se hable más.

_ Está bien.

José solamente tenía su cabeza inclinada sobre el pecho. Un pequeño hilo de sangre le salía de la frente. Se había golpeado cuando lo sacaban del pozo. Sabía que de nada valdría decir que él era su hermano. José aceptaba su suerte. Por su mente sólo pasaba la cara de su padre, los recuerdos de su madre Raquel cuidándolo y sus juguetes infantiles que dejaría atrás.

Los mercaderes lo ataron aún más y se lo llevaron a rastras.

Cuando ya la caravana iba muy lejos, Rubén regresó y se extrañó de no oír los gritos de José. Se asomó al pozo.

Los mercaderes que se llevaron a José a Egipto probablemente
provenían de alguna de las ciudades fenicias de Tiro, Sidón o Biblos,
o quizás de Siria. La ruta comercial que unía esa región con Egipto
transcurría cercana al mar. Por esa razón nunca pasaron por
Hebrón, donde vivía Jacob.
_ Oigan, ¿dónde está José?

_ Lo vendimos.

_ ¿Qué? ¿Por qué hicieron eso? ¿Qué le voy a decir a nuestro padre? ¿Se volvieron locos?

_ Ya Rubén, tú también querías deshacerte de él.

_ Sí, cálmate. Hagamos esto. Vamos a matar a un cabrito y su túnica la manchamos con sangre y le decimos a nuestro padre que fue lo único que encontramos. Que seguramente una fiera lo devoró.

Se pusieron en marcha y le contaron todo a Jacob, quien vio la túnica y comenzó a llorar amargamente. Su dolor, su tristeza y su llanto duraron varios días. Todos se le acercaban para consolarle pero él no quería ver a nadie. No quería comer y sólo decía: "Ojalá me muera, no deseo vivir".

Y la caravana de mercaderes. Después de varias semanas, llegó a Heliópolis, en Egipto. En el trayecto José había enflaquecido y la expresión dulce de su rostro se había convertido en una tristeza infinita. Lo llevaron al mercado de esclavos. Lo subieron a una pequeña tarima.

_ Aquí tenemos a este esclavo. Goza de buena salud. Un poco flaco, pero ya engordará. Sabe leer y escribir y es muy educado. Y tiene una virtud que nuestros clientes agradecerán: Casi no dice una palabra.

Potifar, un general del ejército del Faraón había ido ese día al mercado de esclavos. Necesitaba un joven para las tareas domésticas y entonces lo compró.

En todo el trayecto José siempre mantuvo su cabeza inclinada. Tenía miedo de esos hombres rudos, curtidos por el sol del desierto. Pero estando en esa ciudad egipcia levantó la cabeza. Estaba admirado por las inmensas construcciones, las grandes estatuas y especialmente por tres pirámides inmensas que se veían a lo lejos y reflejaban la luz del sol.

_ ¡Date prisa, esclavo! _le gritó Potifar.

José volvió a inclinar la cabeza y puso su vida en manos de Dios. 

Solo y en una tierra extraña. Alejado de su familia, vendido como esclavo, no imaginaba José el futuro que Dios le tenía preparado.
II

Potifar vivía en una inmensa casa rodeada de jardines, en la capital, Menfis.  Tenía muchos sirvientes. Estaba casado y casi nunca estaba en casa por sus obligaciones con el ejército. El Faraón en ese momento era Sesostris III.  

Potifar le dio a José sus obligaciones: Regar los jardines, limpiar la casa, y otras tareas domésticas. Dormía junto con otros sirvientes en un anexo donde se almacenaba el trigo y todas las noches, antes de acostarse, oraba a Dios y le pedía por sus padres y por sus hermanos. Se preguntaba si algún día volvería a verlos.

Una noche otro de los criados, un nubio, le preguntó.

_ ¿Quiénes son tus dioses? ¿Amón? ¿Anu? ¿Osiris?

_ Tengo un solo Dios.

_ ¿Uno solo? ¿Y cómo es? ¿No tienes alguna imagen de él? ¿Cómo se llama?

_ El Dios en quien creo no tiene nombre ni imagen. 

_ Ustedes los hebreos están locos. Hay muchos dioses y todos tienen nombre. Y al parecer tu Dios, si es que existe, te ha abandonado. Eres un esclavo.

Y así pasaron los días. José le cayó bien a Potifar. No entendía eso de un solo Dios pero se dio cuenta que había hecho una buena adquisición. José era ordenado, tranquilo y obediente. Además era muy inteligente. Un día reunió a todos sus sirvientes. José estaba entre todos ellos.

_ José, ven para acá, ponte a mi lado -le dijo Potifar.

José salió de entre el grupo y se paró al lado de Potifar.

_ Los he llamado a todos para decirles que de ahora en adelante José será el mayordomo de la casa. Todos deben rendirle cuentas a él. Su palabra será como mi palabra. ¿Entendieron?

_ Sí, señor, lo que usted diga.

_ José _dijo Potifar_ ya no dormirás más en el granero. Hay tres habitaciones libres en la casa. Escoge la que quieras. Ten _le entrega un pergamino_ con esto te autorizo a que retires mi paga. Quiero que también supervises mis tierras donde tengo trigo y lentejas. No vayas a decepcionarme.

A partir de ese momento José se encargó de toda la casa: De las compras, de las provisiones. Y se ganó el respeto y el cariño de todos los demás esclavos por su humildad. También, a Potifar le empezó a ir muy bien en sus negocios. Hasta sus campos producían más grano y no entendía por qué ahora la casa se veía más limpia, cuidada y los sirvientes no murmuraban, sino que hacían sus faenas, contentos.

Pero Potifar tenía su lado oscuro. Por su trabajo y por atender a sus amantes casi no estaba en casa y su esposa permanecía siempre sola. Un día ella vio a José, quien era de hermoso semblante y bella presencia y se le acercó.

_ Buenos días, señora. _dijo José.

_ José, ¿ya has conocido mujer?

_ No entiendo, señora.

_ No te hagas el tonto conmigo. Sabes de lo que te hablo.

Entonces ella se le acerca aún más y se quita parcialmente su vestido.

_ ¡Acuéstate conmigo!

José no puede evitar ver sus senos y se estremece, pero la aparta con suavidad y sin verla le dice:

_ Señora, por favor, el señor Potifar ha puesto su casa en mis manos. Confía en mí. No puedo traicionar esa confianza ni pecar contra Dios.

José se alejó rápidamente y se encerró en el granero. Era un joven de casi 18 años. Nunca había estado con mujer y la visión de la esposa de Potifar no se le borraba de la mente.

_ Señor, Señor, aleja de mí todo mal. No permitas que caiga en la tentación. Señor, protégeme. 

Y así estuvo por un rato.

Pero la señora insistía. No perdía oportunidad de insinuársele. Y él siempre la rechazaba y trataba de no estar por donde ella solía permanecer o bien siempre que podía se hacía acompañar de alguna criada o de algún esclavo.

Un día, que regresó de la parcela de Potifar, José se extrañó de ver la casa vacía. No había nadie. Ninguno de los sirvientes ni esclavos estaban allí. La esposa de Potifar les había dado el día libre a todos para quedarse sola. 

Al verlo, ella lo agarró fuertemente por su ropa.

_ ¡Quiero que te acuestes conmigo! No me digas que también no lo deseas lo he visto en tus ojos.

Pero él logró zafarse, dejando en manos de ella su túnica, y se fue.

Al rato llegaron los sirvientes y ella les contó: 

_ Miren lo que Potifar me ha hecho. Trajo a ese esclavo hebreo para deshonrar esta casa. Me quiso violar y yo grité. Se asustó y se fue, pero dejó aquí su túnica.

Iguales palabras le dijo a su esposo y éste le creyó. Pero aunque la pena por ese delito era la muerte, era tanto el cariño que Potifar le había tomado a José que decidió echarlo en cárcel. José ya sabía por experiencia que no valdría de nada gritar su inocencia. Al menos la cárcel a donde lo mandaron no era una cárcel para criminales o delincuentes comunes, sino para gente de la nobleza, hasta funcionarios del Faraón, que habían caído en desgracia, estaban allí.

Se necesita bastante fuerza de voluntad para que un muchacho de dieciocho años recién cumplidos no acceda a las insinuaciones de una mujer. Los firmes valores de José, entre ellos el agradecimiento y el querer agradar a Dios lo salvaron de cometer grave pecado.
En la imagen: "José y la mujer de Potifar" de Guido Reni.

Pero Dios, aunque a veces manda cosas duras para fortalecernos nunca envía más de lo que podemos soportar: José le cayó muy bien al Jefe de la cárcel, un hombre que no llegaba a treinta años, llamado Rehema. 

_ Muchacho, como ves, aquí no hay criminales. Y yo sé reconocer a un inocente con sólo verlo. De ahora en adelante serás mi asistente. Te encargarás de la distribución de la comida y ya veremos qué otras cosas.

Metido allí, en esos sótanos, era inevitable que José no recordara aquel día cuando sus diez hermanos lo lanzaron a un pozo. Se recordó de su madre y de su padre.

"¿Cómo estarán mis hermanos? Protégelos Señor, ellos no son malos. Benjamín... mi hermanito. Ya debe tener 12 años. Permite señor que algún día vuelva a verlo”.

Y así pasaban sus noches. 

III

José se había ganado el afecto del director y de los otros presos. Distribuía la comida y llevaba las cuentas de la prisión. Todos los hombres que allí estaban sabían que era inocente. Algunos hasta conocían a la esposa de Potifar.

_ ¡Esa es una zorra! ¡Quería violar a este muchacho! _hablaban entre ellos.

_ Potifar debe saber que eres inocente, José, pero no iba a contradecir a su esposa delante de todos.

_ Sí, por eso fue que no te mató. Estaba en su derecho a hacerlo. Te mandó aquí porque sabe que eres inocente.

_ ¿Por qué no apelas ante el Faraón? Dicen que es un hombre justo.

_ Gracias, amigos, pero si me liberan, ¿a dónde voy a ir?

_ Puedes regresar con tu padre, quizás aún viva.

_ No, mis hermanos no me quieren. Aquí estoy bien. El director me deja estudiar y hasta estoy aprendiendo a escribir egipcio.

_ Por eso mismo te lo decimos. Son pocos los que saben escribir. Ganan mucho dinero. Deberías de ver cómo sales de aquí. Escaparte, quizás. ¿Qué edad me dijiste que tenías?

_ Dieciocho. 

_ Hazme caso, de aquí no vas a salir nunca y si sales es porque te van a lanzar a los cocodrilos. 

_ No se preocupen. Todo está en manos del Señor.

_ ¿El Señor? ¿Así llamas a ese Dios tuyo que nadie conoce y que no tiene nombre? ¡¡Por favor!! Olvídalo. Ese Dios tuyo te abandonó. Ahora te tienes a ti mismo.

Pero a José los presos también lo buscaban mucho por una razón: Tenía el don de interpretar los sueños.

Muy lejos de allí, en Canaán, Jacob se convirtió en un hombre solitario y triste. Benjamín ya mostraba los primeros vellos en su mejilla y Jacob sabía que tenía que ir pensando en una esposa para él. Benjamín también se iría. 

Jacob no entendía por qué aún vivía. No podía sacarse de su mente la imagen de José siendo devorado por leones. Ni siquiera pudo enterrarlo. La tristeza y el dolor lo mantenían casi siempre en cama. Sólo las risas de Benjamín daban algo de sosiego a su alma.

Sus otros hijos tarde entendieron lo que habían hecho. Más nunca pasaron por el pozo seco. Les parecía escuchar el llanto de José suplicándoles que lo sacaran. Se culpaban unos a otros y a veces, en secreto, varios de ellos lloraban. Se recordaban aquella tarde que José, contento llegó y les dijo:

_¡¡Hermanos, miren, miren la túnica que me regaló mi padre!!

A veces se despertaban en la madrugada y parecía que lo veían sentado, afuera de la tienda, viendo las estrellas, como siempre solía hacer.

"La envidia nubló nuestro corazón. Hemos cometido un gran pecado" __ pensaba Rubén.  

"Seguramente mataron a nuestro hermano" _se decía así mismo Judá.

Y era tanto el remordimiento que entonces trataban de mitigarlo llenando a Benjamín de mucho afecto. 

Benjamín era hermano de padre y madre de José y había sacado sus mismos ojos, color café. Sobreprotegían al niño creyendo dentro de sí que de esa manera lavaban su culpa por haber vendido a su hermano.

Pasaron diez años, Sesostris III había muerto tres años antes y el Faraón ahora era su hijo Amenenhat III, de 25 años de edad. 

Del José que corría alegre por los campos de Canaán bajo la mirada orgullosa de su padre ya no quedaba nada. Tenía una espesa barba y cabello largo. Pero no perdía su humildad ni tampoco perdía su fe.

Un día trajeron dos presos nuevos. Uno era el copero del faraón, el hombre que se encargaba de supervisar todo lo que el Faraón bebía y el otro el jefe de los panaderos del palacio. Habían estado involucrados en un complot pero no había suficientes pruebas contra ellos. Los mandaron a esa prisión mientras que el faraón decidía qué hacer. 

Rehema los llevó a sus celdas y le dijo a José:

_ Encárgate de ellos. Son personas muy importantes.

El copero y el panadero se hicieron amigos de José. Una mañana éste llegó con el desayuno y los vio tristes.

_ ¿Qué les sucede? _les preguntó.

_ Es que tuvimos un sueño. Cada uno un sueño diferente y aquí no hay quien lo interprete.

_ No se preocupen… ¿Acaso no son de Dios las interpretaciones? Cuéntenme.

_ Yo soñé –dijo el copero- que una vid estaba delante de mí y tenía tres flores y vi como las tres se convertían en tres racimos de uvas. Yo tenía en mi mano la copa del Faraón y se la puse a él en sus manos

_ Eso significa –le dijo José- que dentro de tres días el Faraón te restituirá en su puesto. ¿Y tú, qué soñaste? –le preguntó al panadero.

_ Yo soñé que tenía tres canastas sobre mi cabeza. En la canasta superior había muchos manjares, y las aves se los comían.

José se quedó pensativo.

_ ¿Qué significa? ¡Dime! ¡Lo que sea, dímelo!

_ Amigo, en tres días te llevarán de aquí y te ahorcarán.

_ ¡No, no! ¡No sigas!

Pasaron tres días y Rehema vino a buscarlos. José estaba con ellos.

_ Tú y tú, vengan conmigo. Se van.

_ ¿A dónde? –preguntó asustado el panadero.

_ Que están libres… Recojan sus cosas.

Cuando ya el jefe de los coperos iba a salir José le dijo:

_ Amigo, acuérdate de mí cuando estés en casa del Faraón. Háblale de mí. Dile que me sacaron de la tierra de los hebreos sin razón alguna y que también me metieron en esta cárcel siendo inocente. Ten misericordia y no te olvides. Quizás puedas lograr con el Faraón que me saquen de aquí.

_ Tranquilo, José… Si no es que me llevan para matarme, le hablaré de ti al Faraón. Haré lo que pueda.

Y ambos salieron escoltados. Mientras que dos emisarios del Faraón se llevaban al copero para el palacio diciéndole: “Tienes suerte, parece que eres inocente y el faraón quiere que regreses a tu puesto”. Otros dos se llevaron al panadero por otro camino, al final del cual lo esperaba la horca.

El copero retomó su puesto pero en el ajetreo de la preparación de un banquete que el Faraón estaba dando por su cumpleaños se olvidó de José. 

"José interpreta los sueños del copero y el panadero". Óleo de Mariano Barbasán.
IV

Pasaron dos años. José seguía en la cárcel. Ya tenía 28 años y no dejaba de pensar en su padre y sus hermanos. Aunque podía moverse por toda la prisión y era estimado por todos allí, José ya se desesperaba por salir. Había aprendido el idioma egipcio y leía mucho, hábito que le inculcó su padre desde niño cuando le decía:

_ José, tú eres un hijo milagroso. Tú no estás destinado a ser pastor de ovejas… Estás destinado a grandes cosas.

Fueron palabras como esas las que poco a poco hicieron crecer la envidia de sus diez hermanastros. Pero no hay que culpar a Jacob. Cuando José nace él debe haber tenido unos 70 años como mínimo. Todos sus otros hijos ya eran adultos y algunos con esposas e hijos. José vino a ser su hijo de la vejez y fue el primer hijo de Raquel, que se pensaba que era estéril. En su bondad, Jacob pensó que su preferencia por José no afectaría a sus otros hijos, pero no fue así. Sí los afectó hasta el punto de venderlo como esclavo.

Seis años después del nacimiento de José nació Benjamín. Raquel murió en el parto. Benjamín es la luz de los ojos de Jacob. Tiene ya 22 años. Toda la vida ha sido sobreprotegido. Y sus diez hermanos también lo hacen. Ha sido tanto el sufrimiento de Jacob por la pérdida de José que lo último que quieren es verlo sufrir nuevamente.

_ ¿Y si vamos a Egipto? Quizás lo encontremos – dijo Dan.

_ ¿Y qué le diremos a nuestro padre?: “Papá, vamos a Egipto un momento, ¿sabes? Ya venimos”. _le dice Zabulón.

_ No te burles. Sólo decía.

_ Lo único que sé _dijo Isacar_ es que nada queda sin paga en el mundo. Nosotros, algún día, recibiremos nuestra paga por lo que hicimos.

_ Yo se los dije. Que no cometiéramos ese mal contra el muchacho _dijo Rubén.

_ Cállate, Rubén, tú ayudaste a meterlo al pozo. No vengas ahora a declararte inocente. _le responde Gad.

_ No tiene caso discutir _ dice Neftalí- Todos somos culpables. Y no hay manera de enmendar nuestro error. Sólo nos queda esperar y aceptar el juicio de Dios.

Judá estaba un poco apartado. No decía nada. Veía hacia la pequeña llanura, donde pastaban las ovejas y jugaban sus tres hijos pequeños y sendas lágrimas bajaron por sus mejillas. Ahora que él tenía sus propios hijos entendía el dolor que embargaba a su padre.

Pasaron dos años. Ya José llevaba casi doce años en prisión. Tenía 29 años y seguía escribiendo. 

Una noche intentaba conciliar el sueño. Era lo único que estaba padeciendo desde hace unos meses. Insomnio. Nunca se había enfermado y eso era del asombro de todos en la prisión. La malaria hacía de las suyas en Egipto y eran frecuentes los salpullidos y los abscesos por las picaduras de insectos. Pero José nunca tuvo problemas de salud.

_ ¿Será ese Dios a quien él llama Adonay que lo protege? –Se preguntaban algunos.

Dando vueltas en la pequeña cama cientos de visiones le venían a su mente. Escuchaba gritos, ruidos de cosas que nunca había oído.

_ Adonay, ¿qué quieres decirme? –musitaba.

En el Palacio, no lejos de allí, el Faraón dormía profundamente. Y soñaba.

Se vio caminando por la orilla del Nilo y entonces vio siete vacas hermosas y robustas que se quedaron quietas paciendo en el prado. Pero después vio a siete vacas muy feas, raquíticas y se acercaron a las robustas y comenzaron a devorarlas.

Amenemhat despertó sobresaltado. Al rato se volvió a dormir y entonces soñó que veía siete espigas llenas y hermosas que crecían de una sola caña; pero después de ellas salían otras siete espigas, pequeñas y abatidas por el viento y devoraron a las anteriores.

Por la mañana, Amenemhat andaba perturbado. Jamás había tenido un sueño así y algo le decía que significaba algo. Mandó a llamar a los magos de la corte y les contó sus sueños y ellos le pidieron tiempo para darle la interpretación. Pero entre los presentes estaba el copero, aquel que estuvo preso con José por pocos días, dos años atrás. 

_ Oh noble Señor, le pido que me excuse por mis faltas –le dijo el copero.

_ ¿Qué sucede? –respondió Amenemhat.

_ Hace dos años, cuando usted se enojó conmigo, me mandó a la cárcel y allí conocí a un joven que sin lugar a dudas sabe interpretar correctamente los sueños.

_ ¿Y por qué estás tan seguro?

_ Señor, porque después de un sueño que tuvimos el Jefe de los Panaderos y yo, él nos dijo que el repostero sería ahorcado y que yo regresaría a mi puesto. Y como ve eso se cumplió.

_ ¿Y por qué no me habías hablado de ese hombre?

_ Lo olvidé mi Señor… le ruego me excuse. Ese día, cuando regresé al palacio, usted estaba de cumpleaños y en el afán porque la fiesta quedara bien olvidé a ese muchacho.

_ ¿Muchacho? ¿Qué edad tiene?

_ No lo sé, mi señor… ahora debe tener como treinta años.

_ ¿Sabes su nombre?

_ Sí, mi señor, se llama José.

_ Un nombre hebreo… Está bien. Puedes retirarte.

Entonces el Faraón, con un gesto le pidió al Jefe de su guardia personal que se acercara y le dijo en voz baja.

_ Ve a la prisión y trae ante mi presencia al hebreo llamado José.

_ Mi señor, debe estar sucio y quien sabe qué enfermedades pueda tener. Habría primero que asearlo y que los médicos lo revisen.

El Faraón mira a aquel oficial que mantiene su cabeza inclinada (Estaba prohibido mirar al faraón a la cara a menos que él lo autorizara) y alzando su voz le dice:

_ ¡No!... ¡Ya! Presiento que un gran mal se abatirá sobre Egipto.



V

José se encontraba en su celda cuando escuchó un alboroto y el sonido característico de los soldados cuando caminan al mismo paso. Se levantó y fue a ver qué pasaba. Vio a Rehema con cara de preocupación y los soldados detrás de él.

_ Es él – dice Rehema, señalando a José.

José lo veía intrigado. De pronto, de entre los soldados aparecieron dos esclavas, con toallas y ropas en sus manos. También un barbero. 

_ ¿Dónde están los baños? –preguntó el que parecía ser el jefe de los guardias.

_ Al final de ese corre…

No lo dejaron terminar de hablar. Lo apartaron a un lado y dos soldados tomaron a José y se lo llevaron. Las dos sirvientas y un barbero caminaron apresuradamente detrás de ellos.

_ ¿Qué le van a hacer? –le preguntó uno de los presos a Rehema.

_ No sé… Y no entiendo por qué tanto apuro.

Los dos soldados desnudaron a José y las dos esclavas lo bañaron. Luego lo vistieron con ropas nuevas y el barbero procedió a afeitarlo.

_ ¿A dónde me llevan? ¿Qué sucede? –le preguntó al barbero.

_ No sé, sólo me ordenaron afeitarlo.

Una vez listo los soldados se lo llevaron. Todos los presos se habían puesto al lado en el corredor y se despedían de él con la mirada. Sabían que no iban a ejecutarlo, porque lo asearon y lo vistieron con ropas nuevas. Pero estaban extrañados. ¿Por qué tanta agitación? Otros no miraban a José sino a las dos esclavas. Mucho tiempo hacía que no veían una mujer.

Rehema les salió al paso, tenía unos pergaminos donde José había estado escribiendo una especie de diario, la historia de su vida y la de sus antepasados. 

_ José, ¿qué hago con esto?

_ Guárdalos, por favor.

Siguieron caminando rápidamente hacia la salida y Rehema detrás de ellos. Dos nubios custodiaban la entrada. La abrieron y siguieron rápidamente. Sin volver la vista atrás José escuchó la voz de Rehema:

_ José… Gracias.

José volvía a ver la ciudad después de casi trece años. Cerca, el Nilo, con sus campos de cañas y más allá las arenas del desierto. El palacio del Faraón estaba cerca. Y a lo lejos vio la casa de Potifar. Se atrevió a preguntar:

_ Mi señor, disculpe mi atrevimiento… ¿Puedo preguntar algo?

_ Sí.

_ ¿Me mandó a buscar el señor Potifar?

_ ¿Potifar? ¿El que era Jefe de la Guardia del Faraón?

_ Sí, señor.

_ Potifar murió… Un día amaneció muerto, en su cama

Y el oficial agregó entre labios, tan bajito que José no pudo escuchar:

_ Seguramente envenenado.

Cuando llegaron ante la puerta de la estancia del trono del faraón, el oficial le dijo:

_ Apenas entres te arrodillas y nunca le veas el rostro a menos que te lo pida. Si te pregunta sólo responde corto y conciso.

Les abrieron la puerta. Al fondo del salón estaba el Faraón, sentado en el trono, con la doble corona del Alto y el Bajo Egipto y con su bastón de mando. Al lado su esposa y su hija. Cerca, sentado en el suelo, se encontraba el escriba real. Un poco alejados se encontraban sus principales funcionarios y varios magos. José los reconoció inmediatamente por sus báculos y sus collares con el símbolo del dios Ra.

_ ¡Arrodíllate! –le susurró el oficial que lo había traído.

El Faraón se levantó y como si fueran autómatas, todos en el salón inclinaron la cabeza. Una gran estatua de Ra se encontraba al fondo del trono y en lo alto, en la pared, la escritura con los títulos de Amenemhat: Gran Poder de Horus... El Heredero de Las Dos Tierras… José jamás había visto tanta opulencia… Pero el Faraón era un hombre de 27 años y al parecer hacía honor a su otro título: “Vive en la Justicia”.

Al contrario de lo que pensaban los que allí estaban, Amenemhat no se enfureció por la afrenta de ver a José erguido y sintió curiosidad. Se le acercó. José tuvo la gentileza de inclinar su cabeza.

_ Hebreo… ¿no sabes que puedo ordenar tu muerte por no inclinarte ante mí?

José permanecía en silencio.

_ Puedes hablar. –le dijo Amenemhat.

_ Señor, no es arrogancia, es sólo que mi fe no me permite arrodillarme sino ante Dios.

_ ¿Cuál Dios? Yo soy un dios.

_ Mi Dios, señor. Aún a riesgo de morir, sólo puedo arrodillarme ante mi Dios.

Y quizás esas fueron las palabras que impresionaron a Amenemhat. Al instante supo que ese esclavo no le mentiría para salvar su vida. Acostumbrado como estaba a que todos hicieran lo que él decía, sintió una sensación que nunca había sentido. Y extrañamente vio en José a alguien que podría hasta ser su amigo.

_ Bueno, te perdono tu insolencia. Total no eres sino un esclavo semita. Sígueme.

El faraón se dirigió a su trono. José lo seguía sin levantar la mirada, pero logró ver al copero que por vergüenza le ocultó el rostro. “Si le hubieses hablado antes de mí, quizás no hubiese pasado todo ese tiempo en prisión” _pensó José.

Porque en ese momento ya Dios le había revelado a José la razón de su presencia allí.

_ Ya ven, al menos este hombre no me mentirá para salvar su vida. ¡¡Cuerda de incapaces!!

El olor a incienso era penetrante. Alto en el trono, por un extraño mecanismo mecánico dos inmensos abanicos de lino refrescaban la estancia.

_ Escúchame bien, hebreo. Tuve un sueño y me han dicho que sabes interpretarlos.

_ Señor, no está en mí… Dios será el que le dé la respuesta.

_ Soñé que estaba a la orilla del Nilo y subieron siete vacas robustas y hermosas, pero después salieron siete vacas flacas y muy feas que devoraron a las siete primeras, pero siguieron igual de flacas. Entonces desperté.

_ ¿Y el segundo sueño, mi Señor? 

_ ¿Cómo lo sabes?

El faraón miró hacia su oficial de la guardia quien inclinándose más le dijo:

_ Poderoso Señor, no le hemos dicho nada.

_ En el segundo sueño _prosiguió Amenemhat_ vi siete espigas llenas y hermosas que crecían en la misma caña pero salieron otras siete, marchitas y pequeñas que devoraron a las primeras. Ninguno de mis magos y sabios ha sabido interpretar estos sueños.

_ Mi Señor, usted ha sido bendecido. Dios le ha mostrado lo que va a hacer. Los dos sueños significan lo mismo. Las siete vacas robustas y las siete espigas hermosas y llenas son siete años de gran abundancia en Egipto; pero las siete vacas flacas y las siete espigas marchitas significan que después de esos siete años de abundancia vendrán siete años de gran hambruna. Tan grande que Egipto puede quedar arruinado. Y el hecho de que lo haya soñado dos veces significa que la decisión es firme de parte de Dios.

Amenemhat sintió un escalofrío. Algo le decía que José tenía razón. Las malas cosechas no eran algo desconocido en Egipto. A veces venían plagas de langostas o el Nilo no crecía lo suficiente. Pero siempre había suficiente grano, tanto de trigo como de lentejas e higos para cubrir las necesidades. Se imaginó siete años de hambruna y vio en ello la destrucción de Egipto. Entonces dijo:

_ Y tú, que interpretas los sueños… ¿Sabrás acaso qué puede hacerse?

_ Mi Señor, nombre a una persona de su entera confianza, honesto y que éste a su vez nombre gobernadores por todo Egipto y que en los siete años de abundancia guarden la quinta parte del grano. Así serán llevaderos los siete años de escasez.

_ Imposible… ¿Cómo guardar todo ese grano? ¿Dónde? Eso nunca se ha hecho.

_ Mi Señor, Egipto es una tierra seca, a excepción de las orillas del gran Niño. El trigo puede ser almacenado en grandes graneros.

_ ¿Estás seguro que esa es la solución?

_ Sí, mi Señor. 

_ ¿Y ese grano que se almacenará me pertenecería?

_ Sí, Señor. Luego, en los siete años de escasez, podrá venderse para que el pueblo no muera.

Amenemhat se quedó pensativo. Sólo un tonto no hubiese visto lo que eso significaba para consolidar su poder. Los faraones de Egipto estaban siempre en la mira de la poderosa casta de sacerdotes. Con Dioses para todo y cada uno con decenas de sacerdotes y con un pueblo manipulable y supersticioso. La clase sacerdotal ya antes había logrado deponer faraones. Guardar todo ese trigo, sin que le cueste dinero (excepto la construcción de los graneros) y luego venderlo catorce años después, no sólo recuperaría el gasto de construcción de los graneros, sino que lo convertiría en un hombre rico y poderoso.

Amenemhat vio fijamente a José. Se levantó de su trono. Se le acercó e hizo algo que un faraón jamás haría: Colocó su mano derecha sobre el hombro izquierdo de José mientras que con la otra mano le levantó la cara y le sonrió.

Un murmullo llenó toda la estancia.

_El hombre que pondré a supervisar todo lo que has dicho, eres tú, José. 

Durante trece años Dios había pulido la piedra y ésta ya estaba lista para la gloria. 

No se sabe a ciencia cierta quién fue el faraón que nombró a José como gobernador de Egipto. El rango de posibilidades cubre casi 500 años. Sesostris I está muy lejano en el tiempo pero algunos lo han propuesto porque él tenía un primer ministro con el cargo de "Supervisor de los Graneros" y muchas otras responsabilidades. Apofis I es muy tardío. Si José vivió en su tiempo entonces el éxodo sucedió hacia el año 1100 a.C. y se acepta que el éxodo debe haber sido hacia el 1450 a.C. Todo eso nos deja una probabilidad más creíble: El Faraón que nombró a José como Gobernador debe haber sido Amenenhat III, hijo de Sesostris III.
VI

José no sabía qué pensar. Estaba allí, parado, frente al Faraón Amenemhat, en la sala del trono. Rodeado de Sacerdotes de Osiris, Ra, Amón. También magos, con sus túnicas blancas, sus collares con el ojo de Ra y sus báculos rematados con imágenes de cobras de oro. Amenemhat le acababa de subir el rostro tocándolo por el mentón. José vio sus ojos y vio la soledad del poder. Todo Egipto consideraba al Faraón como un dios, como la encarnación de Ra en el mundo. Incluso, se consideraba que el gran río Nilo era su sangre y la tierra su cuerpo. 

La civilización egipcia era tan antigua como el tiempo. Para los semitas, pastores de Canaán, los egipcios eran descendientes de Mizraim, uno de los nietos de Noé. El Faraón era conocido como el Rey de las Dos Tierras porque Egipto estaba dividido en dos grandes zonas: El Alto y el Bajo Egipto. La producción de trigo de esa nación era inmensa, tanto que siglos después se convertirá en el granero del imperio Romano. Estaba repleto de grandes matemáticos, arquitectos, músicos y las calles de sus ciudades rebosaban de mercaderes, malabaristas y muchas prostitutas. Un ejército de médicos mantenía a raya la malaria. Los científicos modernos desconocen que técnicas usaban o de qué medicamentos se valían pero eran bastante eficaces para combatir esa enfermedad. La magia era el pan nuestro de cada día al igual que las sectas esotéricas. Egipto tiene otro misterio: ¿Cómo pudo permanecer durante 3000 años manteniendo su institucionalidad, religiones y costumbres intactas? Aun hoy día, muchos campesinos egipcios, se visten o usan técnicas agrícolas exactamente iguales a las usadas hace casi cuatro mil años, el tiempo en el que vivió José.

Y allí estaba, el bisnieto de Abraham, descendiente de Sem, el hebreo José… el esclavo, parado frente al hombre más poderoso del mundo que ellos conocían.

_ ¿Dónde encontraré a otro hombre que pueda hacerse cargo de esa tarea sino en este donde parece que está el espíritu de Dios? _Pregunta retórica del Faraón.

El escriba, sentado en el suelo, escribía todo lo que el Faraón decía. Los faraones tenían una manía por conservar por escrito todas las cosas de su reinado. Incluso, para ellos más que la muerte lo peor que podía pasarte era que te borraran de la historia.

_ Tú estarás sobre mi casa y por tu palabra se gobernará todo mi pueblo. Solamente yo seré mayor que tú. Te pongo por sobre toda la tierra de Egipto.

Amenemhat se saca su anillo y se lo pone él mismo a José en su dedo medio.

_ He dicho, que quede escrito. Todos pueden retirarse.

José lo mira como preguntando. “¿Eso es todo?”. El Faraón se sienta y dice:

_ Excepto tú, José. Quédate.

Todos salieron de la estancia. El Faraón se quita la doble corona de Egipto y un hermosísimo collar de oro que tenía colgando de su cuello y se lo coloca a José.

_ Nadie alzará su mano ni su pie en todo Egipto si tú no lo autorizas.

_ Hace tiempo que quería hacer esto –agregó Amenemhat. Es mucha carga para mí.

José estaba extrañado. Hace apenas unos momentos ese hombre parecía que no quería tocar el suelo y ahora era un ser humano de lo más común y corriente. Era solamente un joven de unos 27 años, que se sentía solo, como se sienten todos los que tienen poder.

_ No te asombres… Todo lo anterior es protocolo. Toda esa parafernalia tiene un propósito. No hay nada que intimide más al pueblo que la majestad del poder… Todo eso es teatro.

_ No sé qué decir, mi Señor.

_ Llámame Nymaatra… Es mi nombre de nacimiento. El nombre que me dio mi madre. A propósito, ya tu nombre no será más José. Ahora te llamarás Zafnat Panea, un nombre egipcio. Significa “Dios habló”.

_ Lo sé señor… Nymaatra.

_ ¿Cómo es que hablas tan fluido el egipcio? Debes contarme tu historia. Mi copero me habló algo mientras te traían acá. ¿Es cierto que tus propios hermanos te vendieron como esclavo?

_ Así es mi Señor… pero no los culpo… Mi padre me daba más atenciones que a ellos por ser el hijo de su vejez y ser hijo de la esposa que más amaba. Ellos vieron eso como más amor.

_ Y sintieron envidia… el sentimiento más perverso y peligroso que existe.

_ Así es, señor Nymaatra.

_ Dime solamente Nymaatra… Claro, en presencia de otros debemos conservar las apariencias. ¿Entiendes?

_ Sí, Nymaatra.

_ Por cierto, sé que tu nombre es un nombre hebreo, pero ¿qué significa?

_ Fue idea de mi madre… Significa “añadir”… porque era estéril durante toda su vida y milagrosamente Dios hizo que concibiera.

_ Ahora entiendo la sobreprotección de tus padres. Generalmente los hijos que nacen cuando todo hacía pensar que no nacerán, son personas que están destinadas a grandes cosas… Lo que era imposible, fue posible… Los dioses saben lo que hacen.

_ Yo creo en un solo Dios.

_ Esa idea no es nueva, Zafnat Panea… Ya antes en Egipto ha habido sacerdotes que opinan que hay un solo Dios.

_ ¿Y qué cree usted?

_ No lo sé, lo que sí sé es que esa creencia ayuda a mantener el orden. Bueno, ya debo retirarme. 

Entonces el Faraón alza su voz. Llama a uno de sus asistentes.

_ Lleva a José a su casa. La que perteneció a mi abuelo. Que mis sastres le hagan ropa nueva, con el lino más fino que haya y dispongan de los sirvientes que necesite para que lo atiendan. También denle dos carros con los mejores caballos… Todo lo que él necesite o les pida deben dárselo como si fuera yo mismo, ¿has entendido?

_ Sí, mi Señor.

_ José, síguelo a él. Descansa por hoy. Prepara tu plan y mañana en la tarde conversamos.

- Sí, mi Señor.

Tenía José treinta años. Había pasado un año como esclavo en la casa de Potifar y doce años en prisión.

Metido en la tina, en su nueva casa, rodeado de lujos, y de sirvientes, allí, solo, desnudo, con el agua tibia y aromatizada que le llegaba hasta el pecho, José volvió a pensar en su padre y sus hermanos. Especialmente en Benjamín que en ese momento tenía 24 años. Pero una idea lo atormentaba: ¿Habrán matado mis hermanos a Benjamín? ¿Lo habrán también vendido como esclavo? ¿Vivirá mi padre?...

Se recordó del sueño del Faraón… En siete años vendría sobre Egipto una gran sequía y estaba en sus manos evitar la hambruna que vendría. Tenía que ponerse a trabajar.

_ Señor, Dios mío, ayúdame en esta tarea que me has puesto. Y te agradezco Señor tu misericordia… Y no permitas que la opulencia, la riqueza o el poder me envilezcan… Recuérdame siempre Señor que sin ti no somos nada y que todo esto es vanidad.

Lo que José no sabía en ese momento es que estaría toda su larga vida como el segundo hombre más poderoso de Egipto. 

"José interpreta los sueños del Faraón". Óleo de Arthur Reginald.

VII

La ciudad de Menfis, donde habitaba el Faraón y en casa aledaña habitaba José era una de las ciudades más pobladas del mundo. Había sido fundada 1200 años antes por el Faraón Menes. Se encontraba cerca de numerosas ciudades como Bubastis, Avaris, Heliópolis… Fue en esta última, conocida por los hebreos como On, que José se comprometió en matrimonio con Asenat, hija del Sumo Sacerdote de Ra, Potifera. Asenat era también prima del Faraón, con lo que José, al casarse con ella se convirtió en parte de la familia real.

José organizó una red de funcionarios que se dedicarían a guardar la quinta parte del trigo en esos siete años de abundancia, también supervisaba la construcción de grandes graneros por todo Egipto así como canales de agua que desahogaran las crecidas del Nilo y llevaran el líquido a zonas más interiores. Ávido de conocimientos pasaba parte del tiempo en Heliópolis, estudiando. Esta ciudad era algo así como la ciudad universitaria de Egipto. Sus sacerdotes estaban entre los más cultos. Muchas de las sanas discusiones de José con su suegro y con los otros sacerdotes giraban en torno a si existía o no un solo Dios. No es de extrañar que fue en esa ciudad donde, trescientos años después, surgió un movimiento, apoyado por el propio Faraón, que propugnaba la existencia de un único Dios: Atón.

José también se trajo a Rehema, el Director de la cárcel y lo nombró su Asistente personal.

_ Ponte de pie, Rehema, _le dijo José cuando aquel se arrodilló al verlo_ Sólo debemos arrodillarnos ante Dios.

Rehema le trajo sus pergaminos donde José, en los doce años que estuvo en la cárcel, había escrito no sólo la historia de su vida sino algunos textos sobre la creación y la historia del mundo así como la vida de su bisabuelo Abraham, de su abuelo Isaac y de su padre Jacob, tal como éste se los había contado.

Al segundo año de abundancia ya los graneros estaban construidos. José recorría todo Egipto supervisando que se guardara la quinta parte de todo el trigo que se producía. Al regreso de uno de esos viajes conoció a su primer hijo al que puso por nombre Manasés, que significa “el que hace olvidar”. Dos años después nació su segundo hijo: Efraín.

Los siete años de abundancia llegaban a su fin. Amenemhat, el Faraón, confiaba plenamente en José y le había delegado muchas más funciones. Zafnat Panea había sido bendecido en extremo: Una esposa que lo amaba. Dos hermosos hijos varones, mucha sabiduría y compasión. Y a través de él, como siempre sucede cuando un pueblo o una persona le da honra a un siervo del Señor, Dios había bendecido a Egipto. Ni un solo ataque de una potencia extranjera se sucedió durante el reinado de Amenemhat III y había paz interior.

Desechado por sus hermanos, vendido como esclavo, preso injustamente, José llegó a ser uno de los hombres más poderosos de su tiempo. Y nunca se vanaglorió y siempre dijo que las cosas malas que le sucedieron fueron el preludio para la gloria que obtuvo en este mundo. En la imagen el actor Paul Mercurio, como José, en la película "José y los sueños del Faraón".

Comenzó el primer año de escasez y de acuerdo a las instrucciones de José, los egipcios debían pagar el grano con dinero. Las arcas del Faraón comenzaron a llenarse rápidamente y eso le permitió acometer una serie de construcciones, entre ellas su famoso laberinto, que fue considerado una de las maravillas del mundo. Al lado del laberinto, Amenemhat comenzó a construir su tumba. 

Llegó el segundo año de escasez. En Canaán, Jacob, ya un anciano de 130 años de edad (2), veía con preocupación cómo el grano se agotaba. Ellos eran pastores de ovejas, con la lana que producían comerciaban con otros pueblos para obtener productos agrícolas, el principal: el trigo. 

Muchos comerciantes que pasaban por allí se lo habían dicho:

_ No tenemos trigo, Jacob. En Egipto hay, pero sólo venden lo que cada quien necesita.

Entonces Jacob llamó a diez de sus hijos. Todos tenían ya más de 50 años, con esposas e hijos. (Benjamín, el amado hermano de José, el menor, tenía en ese momento 33 años).

_ En Egipto hay trigo. Deben ir allá y comprar lo que necesitamos.

_ ¿Quiénes iremos, padre?

_ Todos… excepto Benjamín… él no. Si van juntos podrán defenderse de los maleantes de los caminos.

Así, diez de los hijos de Jacob: Judá, Leví, Isacar, Zabulón. Aser, Rubén, Neftalí , Simeón, Gad y Dan se pusieron en marcha hacia Egipto.

El hambre se había extendido por toda la tierra. De todas partes venían a comprar trigo. José estableció tres grandes centros de distribución, el principal estaba en Tanis, conocida por los cananeos como Zoán. Debido al alto volumen de compradores que venían a esta ciudad José decidió establecerse allí para vigilar de cerca las ventas.

De todo el grano existente, José dispuso que la mitad se reservara para el consumo interno y la otra mitad para la venta a extranjeros. Como siempre, comerciantes inescrupulosos quisieron comprar más de lo que podían para venderlo a altos precios. Para evitarlo se llevó un registro pormenorizado de todos los comerciantes que llegaban a Egipto y la cantidad de trigo que podían comprar. Con todo no pudo evitarse la especulación. 

Los diez hermanos de José llegaron a Tanis y se dirigieron al lugar donde se vendía el trigo. Unos cien soldados mantenían el orden en la extensa fila de personas, todos extranjeros. Había tres filas más, una para los egipcios de edad avanzada, a quienes se les vendía con precio muy por debajo, otra era para las viudas egipcias que no pagaban y otra para los egipcios adultos. Cerca de allí se encontraba el impresionante Templo al dios Amón.

José se encontraba sentado en una tarima, flanqueado a cada lado por dos criadas que lo abanicaban y detrás cuatro soldados. Estaba vestido todo de blanco, como era usual en Egipto cuando se debía estar al aire libre.

La fila avanzó. Cada uno de los diez hermanos llevaba un saco grande y lingotes de plata para comprar todo el trigo que necesitarían para el resto del año. Tanto ellos, como Jacob, esperaban que la sequía finalizara pronto.

_ Mi señor, _le dijo Rehema a José_ Debería ir a descansar.

José no le respondió. Había lanzado su mirada hacia el final de la fila y vio a diez hombres que hablaban entre ellos.

Se levantó y los vio. Eran sus hermanastros. Desde que había comenzado la sequía, dos años antes, José sospechaba que eso sucedería.

_ Rehema… Mi pasado me ha encontrado.

_ ¿Cómo dice, Señor?

_ Aquellos hombres, allá al final, vestidos con ropa canaanita… Son mis hermanos.

_ ¿Está seguro, señor?

_ Son sus mismas caras, pero su expresión es diferente.

_ ¿Qué hará, señor? Si me permite decirlo… Ellos deben pagar lo que le hicieron.

_ Ya veremos, Rehema… Manda cinco soldados a buscarlos y que los traigan ante mí.

Rehema le hizo señas a cinco de los soldados y se dirigieron a donde se encontraban los hermanos de José.

_ ¿Quiénes son ustedes? –les preguntó Rehema.

_ Mi Señor _dijo Rubén_ somos hebreos… Hemos venido a comprar trigo.

_ ¿Todos son hebreos?

_ Sí señor _dijo Judá_ somos hermanos.

_ Tráiganlos ante el Señor Zafnat Panea.

Los soldados los rodearon y los escoltaron hasta la pequeña tarima donde se encontraba José, quien aún estaba de pie, dándoles la espalda.

_ Arrodíllense ante el Señor Zafnat Panea, Gobernador de Egipto.

Los diez hermanos se postraron en el suelo, sin levantar su rostro. José se volvió y los miró. Una mezcla de sentimientos se agolpó en su pecho. Había ira contenida, deseos de perdón, compasión… “Hay sólo diez… Falta uno… mi hermano Benjamín… Quizás también lo vendieron como esclavo o algo peor”.

Poco a poco, con temor, cada uno de ellos comenzó a levantar la cabeza.

_ Mi Señor _dijo Simeón_ somos unos simples pastores de ovejas, de la tierra de Canaán. Venimos a comprar trigo.

Todos levantaron el rostro y vieron a Zafnat Panea… Este los miró uno a uno… “Sí, ninguno de ellos es Benjamín” –pensó.

En vez de vanagloriarse o tomar revancha José sólo sintió compasión cuando vio a sus hermanos veinte años después que ellos lo habían vendido como esclavo.

José se sentó. No se extrañaba que no lo reconocieran. Él era un muchacho la última vez que ellos lo vieron y con esa ropa que ahora tenía, con las joyas y el maquillaje en los ojos para contrarrestar el ardiente sol era imposible que supieran que él era su hermano. Ellos continuaron arrodillados. José entonces se acordó de sus sueños. “Dios nunca hace nada sin antes anunciarlo” _pensó.

_ Ustedes mienten _les gritó con dureza_ ustedes son espías.

Los diez hermanos estaban aterrados. Rodeados de cinco soldados, armados, en una tierra lejana y frente a un hombre poderoso sintieron miedo por primera vez en sus vidas.

_ No señor _dijo Judá_ no somos espías. Mis hermanos y yo sólo hemos venido a comprar trigo.

_ ¿Así que son hermanos?... ¿Todos? ¿Los diez?

_ Sí mi señor _dijo Dan_ somos once hermanos, el menor se quedó con nuestro padre en Canaán.

_ ¿Once? ¿Seguro que dicen la verdad? Tengo poderes mágicos y puedo saber si mienten.

_ Bueno, señor _dijo Zabulón_ éramos doce, pero uno ya no está.

_ No les creo ni una palabra. Ustedes son espías y han venido a ver la debilidad de Egipto.

Los diez hermanos sentían que el mundo se les venía abajo. Ya suplicaban:

_ No, poderoso señor, lo juramos. No somos espías.

_ ¡Silencio! No se irán de aquí hasta que vuestro hermano menor venga ante mí. Que se vaya uno de ustedes a buscarlo, los demás quedarán prisioneros.

_ Oh, señor, señor… se lo juro, no somos espías _dijo Simeón.

Viendo a Simeón suplicar y llorar, el que propuso lanzarlo al pozo. El que más se ensañó con él, José, lejos de sentir satisfacción, sintió una gran pena y entonces les dio la espalda. No podía contener las lágrimas. Le hizo una seña a Rehema.

_ ¡Llévenselos a la cárcel! _le dijo Rehema a los soldados.

Los soldados los levantaron y a empujones los obligaron a caminar hacia la cárcel, mientras José, con lágrimas en sus ojos veía cómo se los llevaban. 

La cárcel de las residencias del Faraón en Tanis, donde José se estaba quedando, se encontraba en un nivel inferior. Llegó esa primera noche y los diez hermanos metidos en una celda.

_ Esto no está pasando porque pecamos contra José.

_ Sí, vimos la angustia en su cara cuando nos suplicaba que no lo entregáramos a esos mercaderes y no hicimos caso.

_ Yo se los dije _dijo Rubén_ yo les dije que no pecaran contra el muchacho y ustedes no me escucharon.

Ellos ignoraban que cerca de donde estaban, José, oculto los escuchaba y lloraba.

Al día siguiente, José mandó a buscarlos. Esta vez los recibió en la sala de audiencias de su casa. Apenas entraron se arrodillaron y no dijeron nada.

_ El Señor Zafnat Panea es un hombre justo _dijo Rehema_ todos pueden irse, excepto aquel (señaló a Simeón). Si quieren volver a ver con vida a su hermano, deben venir aquí, con su hermano menor y así mi señor Zafnat Panea quedará convencido que ustedes dicen la verdad.

A una seña de Rehema, dos soldados tomaron a Simeón y se lo llevaron. Los otros intentaron pararse.

_ ¡No se levanten en la casa de mi Señor!

Inmediatamente los pocos que se habían medio inclinados se volvieron a postrar a tierra.

_ ¡Judá! ¡Judá! –gritaba Simeón mientras se lo llevaban- ¡Hermanos! ¡Hermanos! No me dejen, ¡no me dejen…!

Rubén, Judá, Dan, Isacar y Zabulón, sin levantar el rostro, lloraban.

_ Señor _dijo Rubén_ le hemos dicho la verdad.

_ ¡Ni una palabra más! Pasarán dos días más en la cárcel por insolentes –dijo Rehema. 

José se levantó y se fue a una sala contigua donde estalló en llanto. Debía sentir satisfacción pero sentía pena por sus hermanos. Era como si en esas lágrimas estaban veinte años de amargura. Sentía ganas de gritarles: “¡Soy su hermano, José!” pero no, debía probarlos, debía estar seguro que no eran los mismos que lo lanzaron a ese pozo oscuro, donde lo tuvieron toda la noche y después lo vendieron como esclavo.

Los soldados se llevaron a los hermanos de José. Los metieron nuevamente en la cárcel. Se extrañaron de no ver allí a Simeón. Entonces sintieron mayor angustia.

_Quizás lo mataron.

_No, no, debe estar en otra celda.

Al día siguiente uno de los asistentes de José fue a la celda a pedirles el dinero por la compra del trigo. Ellos se lo dieron.

_ ¿Señor, usted sabe dónde está nuestro hermano? –le preguntó Dan al asistente.

Este le hizo una seña que no entendía su idioma.

Mientras tanto, José había dado órdenes de que les llenaran los sacos de trigo y que en cada saco les metieran la plata que habían pagado y que también les dieran comida para el camino.

Al tercer día de estar en prisión los soltaron, excepto a Simeón. Temiendo que si decían algo o si preguntaban por su hermano podían retenerlos, todos se mantuvieron en silencio. Montaron sus sacos sobre los burros y se fueron. Desde una ventana superior José y Rehema los veían:

_ Quizás no regresen nunca, señor _le dijo Rehema.

_ Regresarán… la sequía se pondrá peor. Ellos regresarán. 

Obelisco de Sesostris I en la ciudad de Heliópolis, Egipto. Este obelisco es el único de todos los erigidos en el antiguo Egipto que se mantiene en el mismo sitio donde fue emplazado hace 4000 años. Es probable que la residencia de José estuviera en la ciudad de Heliópolis (llamada On en La Biblia). Sesostris I vivió unos 150 años antes que José.
En el camino, Neftalí abrió su saco para dar de comer a su burro y allí vio el lingote de plata que había pagado. Todos sintieron miedo y abrieron también sus sacos. Cada uno de ellos tenía el pequeño lingote de plata.

_ ¿Qué es esto? ¿Qué nos está haciendo Dios? –se preguntaban.

Llegaron a su tierra y le contaron a Jacob lo que había pasado. Que la única manera de volver a ver a Simeón era ir con Benjamín.

_¡Nunca! ¡Nunca! _gritó Jacob- No perderé a Benjamín también.

_ Pero padre _dijo Rubén_ Simeón está allá. Se pudre en una cárcel.

_ ¡No, no! No perderé a Benjamín, no como perdí a José.

Y entonces Jacob estalló en llanto al recordar a José. Los nueve hijos se vieron la cara. Veintidós años hacía desde que ellos le hicieron creer a Jacob que a José lo había devorado una fiera y el dolor que Jacob sentía era como si sólo hubiese pasado un día. Ese dolor de su padre también lo llevaban ellos. 

_Padre _le dijo Rubén_ la vida de mis dos hijos las dejo en tus manos si no te regreso a Benjamín.

_ No, ya dije que no… Si le pasara a algo a Benjamín sí que no lo soportaría, de seguro moriré por el dolor.

Pasaron las semanas. La sequía arreciaba. Ya no habría trigo para comer ni para alimentar a los animales.

_ Padre _dijo Judá_ ¿No confías en Dios? ¿No le prometió él a Abraham que su descendencia sería como los granos de arena? Si no vamos a Egipto moriremos de hambre.

_ ¿Pero por qué tenían que decirle a ese hombre, a ese egipcio, que tenían otro hermano?

_ Ese hombre nos preguntó por nuestra familia, ¿cómo íbamos a saber nosotros que nos diría: traigan a su hermano? _Dijo Rubén.

_ Deja que Benjamín venga _dijo Judá_ Yo te respondo por él.

_ Está bien, está bien… Vayan y lleven regalos a ese hombre. Llévenle miel, mirra, bálsamo, nueces y almendras. Escojan lo mejor. Ojalá así se le ablande el corazón. También lleven el dinero que se les devolvió la vez que fueron, alguna equivocación hubo. Vayan, y Dios omnipotente ponga misericordia en ese hombre.

Después de dos semanas de viaje, los nueve hermanastros de José, acompañados por su hermano Benjamín, llegaron a Tinis y se presentaron en el lugar donde se despachaba el trigo. José los vio y le dijo a Rehema.

_Llévalos a mi casa. Degüella una res y prepárala, ellos comerán conmigo al mediodía.

Rehema se acercó a los hermanos y les dijo:

_ Mi Señor Zafnat Panea los invita a almorzar hoy en su casa. Síganme.

Pero ellos hablaban entre sí:

_ No me gusta esto. Tal vez es una trampa.

_ Sí, debe ser por el dinero anterior, el que apareció en nuestros sacos.

Entonces Rubén se dirigió a Rehema:

_ Señor, en nuestro primer viaje, cuando íbamos de regreso vimos que el dinero que pagamos estaba en nuestros sacos. No sabemos cómo llegó allí, pero lo hemos vuelto a traer y más dinero para comprar.

_ La paz sea con ustedes. Yo recibí el dinero por su compra. Ese dinero del que hablas debe haber sido un regalo de vuestro Dios.

_ Otra pregunta, señor, y disculpe… ¿Está bien nuestro hermano, Simeón?

Rehema hace una seña a uno de los soldados y éste se interna en la casa. Pocos segundos después sale Simeón, con ropas nuevas.

_ ¡Hermanos!

_ ¿Pero cómo? No entiendo –le dice Judá.

_ No lo sé hermano… Apenas ustedes se fueron me sacaron de la celda y me dieron una habitación y estas ropas nuevas.

_ ¡Basta de charla! Sigan a esa criada que los llevará a quitarse el polvo del desierto.

Los once hermanos estaban sorprendidos. No entendían qué estaba pasando. El más sorprendido era Benjamín, quien tampoco entendía esa extraña sensación que sentía en el pecho.

Una vez se asearon los llevaron al salón comedor. Se sentaron. Desde una abertura oculta en la pared (algo usual en Egipto) José y su esposa Asenat, que había llegado desde Menfis, los veían.

_ Sí vinieron con Benjamín… Míralo Asenat, mi hermano de vientre.

_ Debes decirle quien eres José, sólo así cerrarás esa página de tu vida.

Mientras tanto, en el salón, los once hermanos tenían ya sobre la mesa los presentes que Jacob le había enviado a Zafnat Panea. José entró y todos inclinaron la cabeza.

_ Levanten el rostro –les dijo- ¿Cómo están? ¿Cómo estuvo el viaje?

Ellos no entendían ese cambio de actitud.

_ Bien, mi señor. Todo bien, gracias a Dios.

_ ¿Cómo está vuestro padre?

_ Está bien, señor.

Entonces José se fijó en Benjamín, tanto que éste le tuvo que retirar la mirada.

_ ¿Eres el hermano menor?

_ Sí, mi señor, soy Benjamín.

José lo miró y recordó el día en que Benjamín nació. Era un recuerdo extraño: de felicidad porque le había nacido un hermanito pero de tristeza porque también había muerto su madre. Recordaba cómo lo ayudaba a dar sus primeros pasos… Con voz entrecortada, a punto de romper en llanto, José se olvidó de ser Zafnat Panea y le dijo en el idioma hebreo:

_ El Señor tenga misericordia de ti, hijo mío.

Y se retiró a llorar a su recámara.

"No pudiendo contener el llanto se alejó a sus habitaciones".Tal era la emoción que sentía al ver nuevamente a su hermano Benjamín.
José le llevaba sólo seis años a Benjamín y recordaba cuándo nació. Ayudaba a su padre o a sus madrastras a asearlo y cuando el niño tenía como 8 años había comenzado a enseñarlo a leer y a escribir. Dormían juntos en la misma cama… Pero Benjamín tampoco lo reconocía.

_ Dios mío, ¿he cambiado tanto? – se decía a si mismo José mientras las lágrimas le corrían el maquillaje. 

En el salón, Rubén y Judá se miraron extrañados.

_ ¿Escuchaste? Dijo “El Señor” en nuestra lengua, no en egipcio.

Rehema lo escuchó y les dijo:

_ Mi Señor Zafnat Panea habla varias lenguas.

Mientras tanto José había lavado su cara y retocado su maquillaje. Afuera, Benjamín se percató de algo:

_ ¡Miren!… Estamos sentados de acuerdo a nuestro orden de nacimiento… ¡Qué raro!

_ No se extrañen, mi Señor tiene poderes mágicos. _ les dijo Rehema extrañado de que eso haya sucedido porque él los había ubicado al azar. 

José entró al salón y detrás de él los criados con platos exquisitos. Para los once hermanos aquello era una bendición. No entendían la forma como ese egipcio actuaba pero ya estaban convencidos que les habían caído bien.

A todos les servían pero a Benjamín le daban mayores porciones. Y José no dejaba de mirarlo.

“¿Por qué me mira tanto? _ pensaba Benjamín_ ¿Y por qué mi espíritu salta cuando lo veo?”

En medio del banquete José se retiró a la parte posterior y llamó a Rehema.

_ Llena todos sus sacos de trigo y mete en ellos el dinero. En el saco del menor, de Benjamín, mete mi copa de plata. Cuando termine el banquete llévalos a que duerman y que partan mañana.

Muy temprano en la mañana los once hermanos salieron de la casa. Ya estaba todo listo para el viaje. Quisieron despedirse de Zafnat Panea pero les dijeron que este había salido a Menfis, la capital, a verse con el Faraón. Algo que era cierto.

Cuando ya habían salido de la ciudad, dos carros con soldados los alcanzaron. En uno venía Rehema.

_ ¿Por qué pagaron bien por mal?

_ No entendemos sus palabras, señor _dijo Judá.

_ Ustedes robaron la copa de plata de mi señor Zafnat Panea.

_ ¡No, no, nunca! ¡No somos ladrones! _le dijo Simeón.

_ Revisa nuestros sacos _dijo Rubén_, si hallas esa copa en uno de ellos, entonces el que la tenga debe morir y todos los demás seremos esclavos de tu señor.

_ Que conste que ustedes lo han dicho. Abran sus sacos.

Cada uno de ellos abrió el saco hurgaron dentro del trigo. La copa estaba en el saco de Benjamín. Al verla, todos gritaron. Benjamín los veía extrañado.

_ Hermanos, se los juro, no sé cómo llegó esa copa allí.

_ Deben acompañarme a On. Guardias, escóltenlos.

La ciudad de On, conocida siglos después por los griegos como Heliópolis, no quedaba lejos de Tinis. Llegaron a la casa de José, ubicada al lado de la del Faraón. En cierta forma eran una misma casa. Se comunicaban por el patio donde crecían hermosas palmeras. Los hijos de José solían jugar allí junto con los hijos del Faraón.

Entraron a la casa, se postraron ante José que los esperaba en el salón de audiencias.

_ ¿Por qué han hecho eso?

_ No sabemos qué decir, Señor. _dijo Rubén_ Esto seguro es un castigo de Dios por algo que hicimos hace muchos años. Tómenos como esclavos.

_ No, nunca. Todos pueden irse, excepto Benjamín, él fue quien robó la copa.

Judá, aún de rodillas, se acercó hasta José y sin levantar el rostro le dijo:

_ Señor mío, te suplico que me oigas y no se encienda tu ira contra mí, porque usted es como el Faraón. Si Benjamín no regresa nuestro padre morirá de dolor. Yo le prometí que Benjamín regresaría por lo que le suplico que me deje a mí como esclavo y permita que él se vaya.

Todos los demás dijeron:

_ Sí, señor, se lo rogamos, todos seremos sus esclavos, pero por piedad, deje que Benjamín vuelva con nuestro padre.

_ No podemos regresar sin Benjamín…_dijo Simeón_ No podemos ver nuevamente ese dolor en los ojos de nuestro padre. Primero moriría.

Y entonces José comprendió todo. Sus hermanos habían cambiado. Estaban dispuestos a morir o ser esclavos todos, con tal de que Benjamín se salvara. No pudo contenerse más y dijo a sus guardias:

_ ¡Salgan todos! ¡Déjennos solos!

Todos salieron y José comenzó a llorar, era un llanto amargo. Hasta se escuchaba en la casa del Faraón. Sus once hermanos lo veían extrañados. José los miró uno a uno y sin dejar de llorar se quitó el turbante, también su collar de oro y con un pañuelo se removió el maquillaje de sus ojos. Entonces les dijo:

_ Yo soy José. 

VIII

"José se revela a sus hermanos". Grabado de Gustav Doré muestra el momento cuando José, al no poder contenerse más, en medio del llanto, le dice a sus hermanos: "Yo soy vuestro hermano José, el que vendiste como esclavo".
Judá, Leví, Isacar, Zabulón. Aser, Rubén, Neftalí , Simeón, Gad, Dan y Benjamín no salían de su asombro. Aquel hombre tan poderoso, mano derecha del Faraón, Gobernador de todo Egipto, se había quitado su turbante y su collar y les había dicho que era José.

Benjamín tenía 11 años cuando sus hermanos llegaron al campamento con la túnica de colores de José, llena de sangre. Recordaba a su padre, Jacob, llorando en el suelo amargamente mientras repetía:

_ ¡Lo devoraron las fieras, lo devoraron las fieras! ¡José, mi José! ¡Mi hijo!

Fue Benjamín el primero que al ver esos ojos llenos de lágrimas entendió el porqué de esa opresión extraña en su pecho. Ese era su hermano. Esos ojos los había visto muchas veces mientras José le leía algo o le contaba sobre las estrellas o le sobaba cuando se golpeaba. Allí estaba José, su hermano. Se lanzó a sus pies: 

_ ¡Es mi hermano José, es mi hermano José!

_ Sí, hermano. Soy yo. José.

Todos los demás se veían las caras. Se sentían como en un sueño. Y sentían miedo.

_ Acérquense, hermanos. Vengan. No tengan miedo. No me teman. Yo soy su hermano José.

Ellos se acercaron tímidamente. Todos tenían lágrimas en sus ojos. Ahora comprendían todo. Ahora entendían porque ese hombre preguntaba tanto por el padre de ellos.

_ Yo soy José, hermanos. El que lanzaste en ese pozo y luego vendiste como esclavo. Pero no se pongan tristes ni tengan miedo ni se arrepientan de lo que hicieron. Fue Dios, fue Dios el que hizo todo para que mucha gente se salvara, como sucede ahora. Apenas van dos años de sequía pero faltan cinco. Fue el Señor quien obró todo desde el principio.

Ya ninguno de ellos podía contener el llanto. Cuando Zafnat Panea les dijo: “el que lanzaste en ese pozo y luego vendiste como esclavo” entendieron que de verdad ese era José. Entonces se echaron a llorar a sus pies.

_ ¡José, hermano, perdónanos! ¡Perdónanos!

_ No, hermanos. ¿Acaso soy yo Dios? Levántense. Y ahora vayan donde mi padre y cuéntenle todo. Díganle que venga, que se vengan todos a Egipto. Ya hablé con el Faraón y les dará la tierra de Gosen. Quiero que estén cerca de mí. Vayan y cuéntenle a mi padre toda mi gloria en Egipto.

Entonces José besó a cada uno de sus hermanos y lloró sobre el cuello de Benjamín. Su esposa Asenat, veía todo por la abertura en la pared y también lloraba. En la casa del Faraón éste, que ya escuchaba el llanto, recibió la noticia de su esposa:

_ Nymaatra, vinieron los once hermanos de Zafnat Panea. Parece que hicieron las paces.

_ Ya me había dicho algo esta mañana. Me alegro por él. 

Mientras tanto cada uno de sus hermanos le pidió a José que los perdonara. Que no bastaba con decir que él no era Dios, que querían escucharlo de sus labios.

_ Hermanos, no hay nada que perdonar. Es verdad, ustedes querían el mal para mí, pero Dios obra de maneras misteriosas. ¿Quiénes somos para conocer los pensamientos de Dios? ¿No lo ven? En todo esto estuvo su mano.

_ José, _le dijo Simeón, llorando_ yo tengo más culpa.

_ No, Simeón, no. Fueron muchas cosas que se conjugaron. Olvidemos todo. ¿Si Dios perdona, no lo haré yo?

En eso entra Rehema y le habla al oído a José.

_ Hermanos, el Faraón quiere verme. Esperen aquí.

José llega ante Amenemhat.

Es una lástima que la Biblia no mencione
el nombre del Faraón que designó
a José como gobernador. En la imagen
una estatua de Amenemhat III, en cuyo
reinado Egipto gozó de mucha paz
y prosperidad. ¿Tuvo José algo que ver?
  
_ Veo la alegría en tus ojos. Me contento mucho por ti. Has trabajado mucho en estos nueve años. Manda a tus hermanos de regreso y que regresen con su padre. Tal como hablamos esta mañana les daré la tierra de Gosen, allí podrán pastar con sus ovejas y si ves que entre los hombres hay algunos capaces para mis establos dispón de ellos. Pero que todo sea como tú decidas. He dado también órdenes para que le lleven regalos a tu padre y varios carros para él, las mujeres y niños, para que no caminen.

_ Gracias Nymaatra… Que el Señor siga bendiciéndote.

_ ¿Tantos años en Egipto y aún crees en ese Dios sin nombre?

_ Siempre.

_ ¿Crees Zafnat Panea que ese Dios tuyo es dios para todos, sin excepción de personas?

_ Sí, Nymaatra… lo es.

José regresó a su casa. Quizás la costumbre o porque aún tenían dudas de la misericordia de José, todos sus hermanos volvieron a inclinar la cabeza cuando lo vieron.

_ No, hermanos. No se inclinen más. Para ustedes soy José, su hermano. No soy Zafnat Panea.

Detrás de José llegaron varios criados con mucha ropa nueva para sus hermanos. A Benjamín le dio cinco mudas y le regaló trescientas piezas de plata. También envió diez asnos cargados con muchos regalos, trigo, pan y comida para el camino. También dispuso para ellos de cuatro carros con sus aurigas.

José los despidió en las afueras de la ciudad. Besó a cada uno en la mejilla y les dijo, sonriente:

_ No peleen ni discutan por el camino. Vayan en paz y que el Altísimo los proteja.

Benjamín lo miraba. El orgullo que sentía por su hermano no cabía en su pecho.

Judá, Leví, Isacar, Zabulón. Aser, Rubén, Neftalí, Simeón, Gad, Dan y Benjamín abandonaron Menfis con destino a Canaán. A lo lejos veían las tres grandes pirámides del valle de Gizeh, relucientes bajo la luz del sol y sentían que veinte años de amargura y tristeza se habían ido para siempre. 

Los once hermanos llegaron a Canaán. Los niños pequeños, hijos de todos, excepto Benjamín, que no tenía hijos. Se agolparon alrededor de los carros egipcios. Jamás habían visto uno en su vida. Los cuatro aurigas eran unos fuertes nubios, de color.

_ Abuelo, abuelo, ese hombre es del color de la noche – corrió uno hacia Jacob.

Los diez, arrodillados todos ante Jacob contaron toda la historia. Lloraban y le contaron como lo habían engañado veintidós años antes.

_ Ahora padre, sabemos que no merecemos tu perdón. Haz con nosotros lo que quieras. Cualquier cosa que nos hagas será poca comparada con nuestro pecado.

Jacob había oído toda la historia pero el sólo hecho de pensar que José estaba vivo lo hizo olvidar el engaño de sus otros hijos.

_ ¿Está vivo mi José? ¿Está vivo mi hijo?

Se preguntaba así mismo. Todos sus otros hijos, excepto Benjamín, estaban ante él, en el suelo. Jacob los vio, acostados en el suelo en posición supina y sus ojos se llenaron de lágrimas.

_ Hijos, hijos míos, levántense. ¿No ven acaso la mano de Dios en todo esto? Yo también soy culpable. Le di más atenciones a José que las que les di a ustedes. Todos cometemos errores pero Dios ha sabido manejar las cosas para el bien del mundo.

_ Padre, perdónanos. Perdónanos.

_ ¡Qué se levanten les digo y dejen ya de estar lloriqueando que sus mujeres y sus hijos los están viendo!

Los diez hermanos se levantaron pero aún tenían sus cabezas inclinadas.

_ Escúchenme bien y quiero que me vean a los ojos.

Todos lo miraron.

_ Ya ustedes han recibido su paga. Ahora entiendo las pesadillas de Dan, la tristeza de Zabulón y los ojos llorosos de Judá. Yo sufrí porque creí muerto a José pero ustedes, ah, ustedes sufrieron más. Ahora vayámonos, recojan sólo lo de valor y vamos a Egipto.

Mientras sus hijos, yernas y nietos recogían todo y buscaban a las ovejas Jacob fue a Beerseba, donde había un altar al Dios sin nombre que ellos adoraban. Se recostó un rato después de sacrificar un cordero y en sueños Dios le dijo:

_ Yo soy Dios. No temas ir a Egipto porque allí haré de ti una gran nación. Y yo te haré volver a esta tierra y la mano de José cerrará tus ojos.

Entonces Jacob despertó y vino hasta el campamento. Ya todo estaba listo para partir. Lo subieron a uno de los carros, junto con algunos nietos. En los otros carros se subieron las mujeres, aunque acordaron turnarse porque no había puesto para todas. En total eran setenta personas que venían a Egipto.

Jacob envió a Judá a que se adelantara para avisarle a José. Judá llegó con un día de adelanto y le dijo a José que todos ya estaban por llegar a la tierra de Gosén. Entonces José tomó su carro y a sus dos hijos y fue a la tierra de Gosén a esperar a su padre y a toda su familia.

A la mañana siguiente los vio venir a lo lejos. El corazón de José latía muy deprisa. Veinte años antes, estando en la cárcel llegó a pensar que más nunca vería a su padre. Y ahora estaba cerca de él.

José corrió a su encuentro y llorando se arrodilló y abrazo sus piernas.

_ ¡Papá! ¡Papá!

Jacob lo levantó, lo miró directamente a la cara.

_ Este es mi hijo José… Mi José…

José entonces lo abrazó y lloró largamente sobre su cuello.

_ Ya puedo morir tranquilo.

Entonces se percató de los dos niños, Manasés, de ocho años y Efraín de seis.

_ ¿Y estos niños? Mis nietos… Son mis nietos

Jacob se acercó a los niños, los abrazó y sin decir nada miró hacia el cielo.

José mandó a uno de sus guardias a Menfis para que trajeran comida y agua fresca. Pasó con su padre y sus hermanos y yernas todo ese día. Ninguno, excepto sus hermanos, había estado en Egipto y estaban maravillados por el inmenso río Nilo que se veía a lo lejos.

_ Y eso que no lo han visto en todo su caudal, por la sequía –les dijo José.

Todos le preguntaban qué cómo era la vida en Egipto, y se asombraban por sus joyas. José pasó toda la tarde contando su vida pero omitió algunas cosas, como a la esposa de Potifar.

_ He estado escribiendo _le dijo a su padre_ las cosas que me contabas.

_ Me parece bien. Algún día alguien recopilará todo eso. Debes guardarlo bien.

_ ¿Y dónde está tu esposa? _le preguntó su hermana Dina.

_ Se quedó en casa, pero ya la conocerán. Se llama Asenat.

Pocos días después, el Faraón quiso conocer a Jacob y José lo llevó ante su presencia.

Jacob entró a la sala principal. Amenemhat había hecho salir a todos. Jacob se acercó:

_ Que el Dios Altísimo lo bendiga.

Amenemhat no supo qué decir. Sólo sonrió y miró a José.

_ ¿Cuántos años tiene, abuelo? –le preguntó el Faraón.

_ Tengo ciento treinta años, mi señor, menos que los años de vida de mis padres.

_ Ha vivido mucho… con una gran familia, con nietos, bisnietos y creo que hasta tataranietos, ¿no es así Zafnat Panea?

Jacob miró a José extrañado. ¿Qué era ese nombre de Zafnat Panea? El Faraón vio su gesto y le dijo:

_ Es un nombre Egipcio, significa “Dios habló”.

Entonces Jacob miró nuevamente a José y sus ojos se llenaron de lágrimas. “Si Raquel estuviera aquí para verlo”, pensó.

Pasaron cinco años más de sequía. José siguió trabajando mucho. Cuando ya los egipcios no tenían dinero para pagar por el trigo, entonces pagaron con sus tierras y con sus ganados. De esa manera todas las tierras pasaron a manos de Amenemhat III, que se convirtió en un Rey poderoso. José también se convirtió en un hombre rico, con el sudor de su frente. Sus hijos crecieron fuertes y saludables y el amor por su esposa nunca disminuyó.

Pasaron 12 años más y Jacob enfermó. En su lecho de enfermo le hizo prometer a José que cuando muriera enterraran su cuerpo en Canaán

_ Te ruego que no me entierres en Egipto.

_ Te lo juro padre.

Jacob, pocas horas antes de morir, bendice a sus hijos. La imagen (de la Iglesia de Jesucristo de los Últimos Días) muestra el momento de la bendición a José. Los hijos de éste, Manasés y Efraín, también fueron contados entre las tribus de Israel.

A los pocos días, Jacob bendijo a los hijos de José, y después les habló a sus hijos, uno por uno. A Judá le dijo:

_ No será quitado el cetro de Judá, hasta que venga el Salvador y a él se congregarán los pueblos.

Mil ochocientos años después, vivió un descendiente de Judá: Jesús de Nazaret.

Jacob murió en brazos de José, quien cerró sus ojos y su cuerpo fue llevado en procesión hasta Canaán. José vino con ellos y muchos egipcios, con muchos carros y caballos. Todos se vinieron a dar el último adiós a Jacob.

En el camino de regreso, los hermanos de José murmuraban:

_ Ahora que murió nuestro padre, quizás José quiera vengarse de nosotros.

Cuando llegaron a Gosén, Rubén, el mayor de todos, se le acercó a José y le dijo:

_ José, nuestro padre, en su lecho de enfermo, nos dijo que cuando él no estuviera te dijéramos esto: “Te ruego que perdones la maldad de tus hermanos”.

_ Sí, José _agregó Judá_ lo dijo.

Y todos se arrodillaron nuevamente ante él.

_ José, tómanos como tus esclavos, si con eso pagamos el mal que te hicimos.

Pero José lloraba y les dijo:

_ Hermanos, ¿ya no habíamos hablado esto? No tengan miedo. Yo no soy Dios. Todo ha quedado sepultado en el olvido. Estén tranquilos. Seguirán contando con mi apoyo. Les hablo con el corazón en la mano.

Y todos le creyeron y se sintieron aliviados.

Y pasaron los años. Amenemhat III, después de un reinado de 50 años, murió. Le sucedió su hijo, educado bajo la tutela de José. Luego vino otro Faraón, y otro. Y todos mantenían a José como gobernador de Egipto. Y vio José hasta sus tataranietos. Pero José también vio morir a su esposa Asenat y a su fiel asistente, Rehema.

A la edad de 110 años, en su lecho de enfermo, sabiendo que moriría pronto, llamó los pocos hermanos que aún tenía con vida. También estaba Efraín y Manasés, cada uno con sus esposas e hijos. 

_ Dios los hará regresar a todos nuevamente a la tierra que prometió a Abraham, a Isaac y a Jacob. Confíen en él. 

Entonces extendió su brazo a un pequeño cofre y sacó unos pergaminos.

_ Quiero que estos pergaminos los sepulten conmigo, en este cofre. Allí está gran parte de la historia de nuestros padres y la historia de los padres de ellos. También la historia de la creación. Ya Dios sabrá a qué manos deben pasar. Y quiero que cuando salgan de Egipto se los lleven, también mi cuerpo. No lo dejen aquí.

_ José, la paz sea contigo. Nosotros o los hijos de los hijos de nuestros hijos cumpliremos tu voluntad.

José les sonrió y lanzó su vista hacia una pequeña ventana por donde entraba la luz del sol y recordó aquella tarde remota, cuando su padre lo llamó para regalarle una túnica de hermosos colores. Recordó las manos de su padre colocándole la túnica y diciéndole:

"Mi José, así debe vestir un príncipe".

Con esa imagen, José, llamado Zafnat Panea por los egipcios, entregó su espíritu al Señor.

FIN


José lanzó su vista hacia una pequeña ventana por donde entraba la luz del sol y recordó aquella tarde remota, cuando su padre lo llamó para regalarle una túnica de hermosos colores. Recordó las manos de su padre colocándole la túnica y diciéndole: "Mi José, así debe vestir un príncipe". Con esa imagen, José, llamado Zafnat Panea por los egipcios, entregó su espíritu al Señor.
Basada íntegramente en la Biblia

11 comentarios:

Sebastian dijo...

Me encantó...

Unknown dijo...

Hermosa historia una lección de perdón,humildad y el poder del.todo.poderoso

Unknown dijo...

He leido esta historia tantas veces!! Siempre que lo hago lloro de emocion,de goso,esperazada y confiada en ese Dios todo poderoso. Es mi favorita del AT.

LCP dijo...

Siempre he tenido dudas de lo que está escrito en la Biblia, pero así mismo, nunca he tenido duda de Dios y en esta historia he podido reforzar mi fe, pues aquí dicen lo que mi entendimiento y mi corazón aceptan...: "Dios no tiene rostro ni identidad". Dios es TODO y Dios HABLA a través de todos y cada uno de nosotros... TODOS, pues es un DIOS para TODOS.
Las enseñanzas de Amor, Perdón, Humildad, Trabajo, Justicia, Honestidad y Tolerancia, son inmejorables. Estoy escribiendo esto con lágrimas en mis ojos y en mi alma. Gracias...!!!

Unknown dijo...

Que hermosa historia, me gustaría recibir la historia de job

Unknown dijo...

Buena historia pero eso de YERNAS en lugar de NUERAS, me causo mucha risa

Unknown dijo...

Me gusto mucho la forma de describir las esenas hacen que uno se meta en la historia .excelente



Unknown dijo...

Esta historia es mi favorita, estoy llorando, muchas gracias por el relato, lo viví.

Unknown dijo...

Pues, sin lugar a dudas la historia de José es la que más me gusta del antiguo testamento.

Unknown dijo...

Una historia tan fascinante, me hizo llorar mucho. Comprendí que no sólo debo perdonar sino -con humildad- también pedir perdón y acercarme a las personas que digo amar y que no lo demuestro al 100% Los Caminos de Dios son tan grandes y buenos y me hacen reflexionar sobre lo verdaderamente importante en la vida.

GERARDO Flores de México dijo...

Este es un pasaje del antiguo testamento que nos hace reflexionar sobre el amor que debe existir entre hermanos, y aunque en ocasiones surgen problemas y malos entendidos, el saber enfrentarlos ayuda a mantener unida a toda la familia con la fe en dios. Si esto lo aprendieramos todos los seres humanos del mundo viviriamos en mejor armonía y nuestro paso por esta vida dejaría huella que reconocerán futuras generaciones. Te fe en tu dios.